Llévame como a una princesita ciega, como cuando lenta y cuidadosamente se hace el otoño en un jardín.
No me hables del sol porque me moriría. Llévame como a una princesita ciega, como cuando lenta y cuidadosamente se hace el otoño en un jardín.
Vendrás a mí con tu voz apenas coloreada por un acento que me hará evocar una puerta abierta, con la sombra de un pájaro de bello nombre, con lo que esa sombra deja en la memoria, con lo que permanece cuando avientan las cenizas de una joven muerta, con los trazos que duran en la hoja después de haber borrado un dibujo que representaba una casa, un árbol, el sol y un animal.
[…]
¿Y yo? ¿A cuántos he salvado yo?
El haberme prosternado ante el sufrimiento de los demás, el haberme acallado en honor de los demás.
Retrocedía mi roja violencia elemental. El sexo a flor de corazón, la vía del éxtasis entre las piernas. Mi violencia de vientos rojos y de vientos negros. Las verdaderas fiestas tienen lugar en el cuerpo y en los sueños.
Puertas del corazón, perro apaleado, veo un templo, tiemblo, ¿qué pasa? No pasa. Yo presentía una escritura total. El animal palpitaba en mis brazos con rumores de órganos vivos, calor, corazón, respiración, todo musical y silencioso al mismo tiempo. ¿Qué significa traducirse en palabras? Y los proyectos del perfección a largo plazo; medir cada día la probable elevación de mi espíritu, la desaparición de mis faltas gramaticales. Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra del lugar común que asegura que morir es soñar. La luz, el vino prohibido, los vértigos, ¿para quién escribes? Ruinas de un templo olvidado. Si celebrar fuera posible.
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—Alejandra Pizarnik
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