Me gustan las orquídeas. Tan frágiles y tan hermosas, tan efímeras como despiadadas.
Déjeme contarle de ellas, y créame que no las utilizo como una metáfora para entender a la mujer. No. Así que, présteme atención, porque aunque las orquídeas tengan un sinnúmero de colores y formas, al final todas son igual de desalmadas. Se lo digo yo, que sin un solo gesto de su parte aprendí a amarlas más allá de sus desaires. Es que las orquídeas lo seducen a uno, cual exótico racimo de clítoris en procesión por el tallo.
Pero usted nunca se vaya a enamorar. Porque no importa cuánto cuidado y atención les ponga, cuánto amor o cuánta agua, ellas permanecerán hasta que se les dé la gana, mirándolo mirarlas con la cara florecida, hasta que un día cualquiera la flor más añeja atisba una queja marchita que cada una de sus hermanas sucesivamente convierte en eco.
Cuando esto pase, usted no se desespere, porque no hay mucho que pueda hacer por ellas, ya que al morir la primera, las otras morirán de tristeza, y cinco días después besarán el suelo, y aun secas no cesará su belleza. Y uno se encuentra ahí, decepcionado como si tuviera la culpa, parado frente al tálamo desnudo que las mira de testigo como si ya las extrañara. Entonces uno agarra la maceta como despidiéndose de ella, la aparta a un lado y la da por muerta.
Pero déjeme contarle el secreto de las orquídeas: es que meses después, justo cuando la maceta es un estorbo esperando la próxima primavera, así de repente, danzando en el polvo del olvido y sin un ápice de agua, una de ellas resucitará en toda su hermosura, volviendo a sus ojos, como vuelve a la memoria el aroma de la mujer que se amó.
#mindofbrando
Comentarios
Publicar un comentario