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Dicen que el mar es como una mujer, pero menos peligroso. Y aunque fuera cierto, yo hubiera muerto por ella, o mejor dicho, hubiera dado la vida.

 

Dicen que el mar es como una mujer, pero menos peligroso. Y aunque fuera cierto, yo hubiera muerto por ella, o mejor dicho, hubiera dado la vida.
Y mi obituario proclamaría que había vivido mucho en tan poco tiempo, que había logrado casi todo en la vida y que había sido un buen hombre; sin duda omitiendo las malas costumbres y unos cuantos vicios de los que estoy hecho y no reniego.
Lo que tampoco diría, era que había conquistado el mar de la espalda de una mujer que siempre le iba de frente a todo.


¿Al final de la vida, quién escribe su propia biografía? ¿Quién la lee?, sino el que la ha vivido. Hay mujeres que son un laberinto, un acertijo por descifrar. Hay mujeres imposibles, y después ella, mujer mar; donde todas fluían en un mismo remolino, donde el amor era un naufragio y sobrevivirlo era extinguir en su cuerpo la noche.

Si algo aprendí de ella, era que solo importaba lo vivido, y que algunas marcas no siempre eran cicatrices, sino tatuajes donde uno guardaba en la piel un momento. Dormida, ella era una ola en reposo que bañaba las sábanas. Y yo, qué más quería, que recostarme a la orilla de su almohada a contemplar el raro milagro que era esa mujer en calma.
Y entre latidos, trataba de adentrarme en sus sueños. No por pretender que me soñara, o por adueñarme de ellos, sino por estar. El simple hecho de estar, para nosotros, era querer. Con ella tantas cosas eran querer, menos las cosas con las que quiere la gente que piensa que quiere.
Los diálogos más importantes, no estaban hechos de palabras sino de silencios, de pequeñas pausas o gestos callados, que nos recordaban que al otro lado, aunque el corazón fuera arisco, también quería. Amarla era un juego donde nunca se sabían las reglas, donde el premio era la vida; perderla o vivirla. Después de todo, cómo no amarla, si por ella el amor era amor, y el mar era ella.

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